Cristina (Coro)

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Cristina Gutiérrez Leal (1988). Fotógrafa, correctora de estilo, tesista de una maestría en literatura. Miembro del Grupo Literario Febrero. Cree que en la ciudad algo puede pasar.

JUGANDO CON MUÑECAS

Las muñecas de Reverón en el castillete de Adriano González León

 

Cristina Gutiérrez

cdgl19@gmail.com

ULA

“No quiero esas máscaras a medias. Prefiero
las muñecas; por lo menos están llenas”

Rilke

¿Cómo resolver la inquietante relación entre el ser y los objetos? Esta pregunta ha sido motivo de importantes reflexiones a nivel teórico y filosófico (Baudelaire, Benjamin, Baudrillard, en fin). Duchamp, por ejemplo, supo que estas entidades contenían grandes posibilidades de sentido en comunión con los espacios. Pensar al objeto y sus representaciones textuales parecen conducirnos a su casi sagrada forma de existencia materializada en los juguetes. Las clásicas casas de juguetes son sitios de una sacralidad ineludible. Baudelaire en La moral del juguete (1853) advirtió sobre las formas de acercarse a los juguetes, desde lo superfluo hasta los primeros atisbos metafísicos. Supo la necesidad de moverse con ellos, reconocer caminos interiores de identificación, lo sagrado y lo profano de estar en soledad, jugando solo y sólo en compañía de esas pequeñas presencias que dejan de ser inertes para interpelar el espacio íntimo: “¿no se encuentra allí toda la vida en miniatura (…)?”, nos dice.

Uno de los juguetes canónicos de antiquísima existencia son las muñecas, esas imitaciones del ser femenino sobre las cuales existen serias problematizaciones. En tanto representaciones de la identidad femenina, la muñeca aparece en el terreno cultural como esa posible construcción sublimada, no sólo del cuerpo de mujer, sino de su carácter ontológico, relacionado las más de las veces con eso que la mujer cree o desea ser, o, en algunos casos, lo que el hombre espera que sea la mujer, eso que deviene muñeca.

Son varias las referencias que han pasado frente al ojo de la humanidad inquietando el “uso” exclusivamente lúdico que la cultura más burda ha reconocido en las muñecas. Se sabe que Descartes viajaba con una muñeca en sustitución de su hija muerta. Frida Kahlo en numerosos autorretratos aparecía acompañada de una muñeca que lucía, al igual que la artista, sus icónicas cejas. En literatura, la Olimpia de Hoffman y Las Hortensias de Felisberto Hernández, han sabido producir distintas betas interpretativas y teóricas. Actualmente, en fotografía, Elena Dorfman ha interpelado con su lente las relaciones mórbidas y emocionalmente profundas de familias y hombres que sustituyen con muñecas a familiares muertos o simplemente llenan un espacio que naturalmente le correspondería a una mujer real. También, el fotógrafo venezolano Luis Brito utilizó su lente para retratar las muñecas hechas por nuestro Armando Reverón (1899-1954).

            Reverón, quien merecido tiene formar parte de los significantes culturales más importantes del país, parece traspasar los límites que el arte pictórico le debe a la representación. Su ultraconnotada enfermedad es quizás la catapulta hacia creaciones que las más conservadoras tendencias críticas han querido etiquetar como impresionistas, olvidando indudablemente que la enfermedad es potencialmente generadora de discursos no siempre susceptibles de clasificación: “la locura de Armando se disemina por entre los lienzos, objetos y muñecas que componen su maníaca productividad” (2012: 06), anota Eleonora Cróquer.

            Así como las muñecas de Reverón tuvieron eco en el discurso fotográfico de Luis Brito, la literatura venezolana, por su parte, también ha buscado la manera de configurar en los diversos géneros literarios la experiencia reveroniana. En esta ocasión me interesa revisar la narrativa hecha en el país y encuentro que Adriano González León (1931-2008), en una de sus últimas obras, Viento Blanco (2001), escribió desde la trastienda del hecho creacional de Reverón en relación con las muñecas. Me pregunto entonces, en Viento Blanco… ¿cómo se interpretan las muñecas de Reverón? ¿cuál es la relación entre creador-muñeca?.

            En primer término, hay que reflexionar sobre la posible transgresión que sucede al traspasar las muñecas de los códigos del arte al imaginario literario. Giorgio Agamben (1942) en Estancias (1977) piensa que: “… la simple transferencia de un objeto de una esfera a otra basta para hacerlo irreconocible e inquietante” (1995:108). Las creaciones de Reverón, legitimadas como arte plástico, con sus respectivas connotaciones estéticas y de “uso” en el canon artístico institucional (museos, exposiciones, instalaciones) se antojan transgredidles al llevarlas a otro terreno de la representación, donde la escritura y sus formas develan un argumento narrativo capaz de descolocar el pensamiento que los documentos biográficos oficiales han instaurado sobre la vida de Reverón, escamoteando las posibilidades que derivan de lo real, de ese espacio defectuoso en la vida del pintor, de las relaciones atípicas con sus muñecas, de su locura, en suma.

En Viento blanco, Adriano González León otorga al lector el encuentro con Reverón-personaje, reconociendo esas zonas defectuosas, además construye en su relato un espacio íntimo donde el pintor y sus muñecas se permiten tocar lo perverso:

Alaminta, déjame sorber tu tela lentamente… abre la boca… mejor no… no la abras, yo la taladro con mi lengua, yo se donde está la costura… yo se donde comienzan tus labios (…) Muérdeme… Yo te voy a morder… Así… Así… ahora déjame tocar tus senos. Yo mismo los inflé. Les puse un pedazo de goma. Y en la punta un almendrón. (2001:19)

            La relación acá planteada se desprende de la concepción del creador, ese que habiendo construido cada resquicio de la muñeca asume una postura de deidad. Esta figura parece acceder a un espacio de la representación donde el pintor es a la vez creador y amante, único dueño del cuerpo que ha diseñado, poseedor de sus misterios y sobre todo, autorizado para extraer las posibilidades que tiene la muñeca para dar y sentir placer. Parece entonces que, al trasladar las muñecas de Reverón a la literatura, Adriano González León se encuentra con lo ominoso, eso que debiendo haber quedado oculto, ha sido develado (Freud, 1919).

            Asistimos en Viento Blanco a la desestabilización del uso artístico de la muñeca, convertida en objeto de placer. Agamben, con respecto a esta premisa, advierte que “la muñeca es, por una parte, infinitamente menos, porque es lejana e inasible (…), pero, por otra, quizás justamente por eso, es infinitamente más, porque es el objeto inagotable de nuestro deseo y de nuestras fantasías” (1995:110). Así, esta “morbosa sensibilidad” (Agamben 1995:110) instaura nuevas posibilidades de sentido inherente a la presencia de las muñecas, ahora configuradas bajo códigos sólo descifrables a través del pensamiento erótico,  a través de un cuerpo de muñeca experimentado en el espacio del deseo: “Así. Déjame quitarte el cinturón. (…). Alaminta. (…) Te siento toda… estas calientita. Estás sabrosa. Sin sudar. Déjame buscar. Separa un poco las piernas. Así. Voy a entrar ahora…” (González L. 2001:20). Como es claro, las escenas son configuradas desde el carácter más íntimo del pintor. Muestran las hendijas por donde es posible mirar las relaciones que forman parte del anecdotario siniestro del Reverón ficcional. En la novela, sus experiencias son traducidas como síntoma de una sexualidad que se desborda, donde la noción de placer a través de un cuerpo vivo asiste a su deslave en tanto atribuye sensaciones a muñecas, cuerpos, en apariencia vacíos.

El carácter erótico atribuido a las muñecas es quizás una de las polaridades más interesantes en su abordaje teórico. Walter Benjamin (1802-1940) en sus Juguetes y juegos (1928) reflexiona acerca de este asunto mirando hacia la infancia: “El eros que, desollado, vuelve revoloteando al cuerpo de la muñeca, es el mismo que alguna vez se desprendió de ella, bajo las cálidas manos infantiles” (1989:121). Entonces, al parecer, el cariz erótico de la muñeca se inaugura desde sus primeros contactos con el ser. Así, el hombre, como el Reverón de la novela, quizás en sus variados modos de alcanzar la articulación de sus emociones, acude a las muñecas, buscando en su alegórica conexión con la mujer real, una posible redención, una suerte de talismán frente al descampado del deseo y el cuerpo a la intemperie del deseo. Con esto, se permite rozar “los polos del mundo de los muñecos: el amor y el juego” (Benjamin. 1989:120). Entonces, los juegos de infancia se traducen en relaciones perturbadoras donde el sentimiento amoroso y el deseo se ven de cara a la perversión y a la locura. En los predios de la infancia, el eros de la muñeca se asoma, se difumina, se desprende y le es devuelto al adulto a través del deseo convertido en un terrible juego librado en los linderos de la vida y la muerte: “Es el deseo, el deseo loco, y su ídolo, la muñeca. ¿O deberíamos decir: el cadáver?” (1989:120).

Sobre esta concepción de mujer viva y  muñeca cadáver, Adriano González León plantea una seria complicación al presentarnos un Reverón que continuamente se inclina hacia los cuerpos rígidos de sus muñecas para desplegar su deseo y rehúye al de su compañera, Juanita, mujer real, biológicamente viva pero sexualmente muerta ante la mirada sin deseo del pintor: “Y así fue. Ella se pasó a vivir con él. Incómodo, difícil. Él ni siquiera la tocaba. Un día dijo que iban a comenzar a pintar. Que se desnudara. Pero él no la tocó” (2001:45). Reverón, como Rilke, prefiere las muñecas, están llenas. O, al menos él, las llena, ¿pero cómo?.

¿A través de cuáles formas el Reverón ficcional logra escamotear lo lapidario e inerte del carácter de la muñeca “sin alma”?. Pienso, con Benjamin (1989:123), que al igual que el coleccionista, Reverón, sucumbe ante la necesidad de encontrar una historia para sus muñecas, por ejemplo, sabemos de Alaminta, que:

Ella viajaba de Amsterdam hasta la colonia, para pasar las vacaciones con unos tíos que tenían una destilería. Pero el barco fue desviado por una tormenta, como siempre, y vino a estas orillas. Entonces ocurrió la noche de la fiesta. Se prendieron todas las luces y todas las bocinas. Alaminta, que en ese momento yo no se cómo se llamaba, entró en la cubierta toda llena de esplendor. (2001:27)

Así pues, el Reverón de Viento Blanco vivifica a sus muñecas toda vez que les crea una historia, una anécdota, en fin, una vida. Echa mano de la loca de la casa, el único recurso posible ante la aparente muñeca cadáver: la imaginación. En la medida que las muñecas tengan pasado, además un pasado construido por su creador, serán más autorizadas para traspasar la zona de opacidad que las hacía cadáveres, para acceder al deseo, al amor, al dolor, a la vida.

Desde cualquiera de los acercamientos que he propuesto, no es descabellado pensar en Viento Blanco como la resignificación de las muñecas de Reverón, en tanto que no son ahora cuerpos sin alma, al contrario, el carácter erótico –y en ocasiones, ontológico- percibido claramente en la novela desdicen de la interpretación meramente basada en la representación y del hecho artístico, llevando a las muñeca al plano donde la vida del pintor es ya su obra -y viceversa-.

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