María de los A. (Coro)

 

07042012-_MG_0473 (2)María de Los Ángeles Lugo (1989) es natural de la ciudad de Coro y actualmente reside en Mérida, donde cursa la maestría en Literatura Iberoamericana de la U.L.A. Ha participado talleres de creación literaria bajo la dirección de Juan Calzadilla, Gabriel Jiménez Emán y Benito Mieses. Es miembro de la Cátedra Libre de Literatura “Agustín García” (aunque estando en Mérida se hace difícil asistir a las reuniones xD).

Imborrable

 

En las calles de cualquier ciudad es común mirar al suelo y encontrarse con un par de huellas dispares plasmadas en el cemento. Me gusta pensar que son de alguna pareja que una vez pasó descuidada, y sin quererlo, formaron parte de la historia, haciendo que su momento fuera imborrable. Así también es mi memoria. Es difícil creer que exista una persona capaz de recordar cada detalle del pasado, pero es cierto, soy un caso único en el mundo, o al menos conocido por la ciencia. Lo que muchos considerarían como un “don”, para mí ha sido una maldición desde el día en que nací, porque bien que recuerdo ese momento.

Nací con la extraña “facultad” de no olvidar absolutamente nada, realidad que me trae tantas ventajas como desventajas; por un lado tengo asegurado el éxito en el ámbito académico y profesional, pues me basta con leer un libro, escuchar una instrucción o leer cualquier información varia para no olvidarla jamás; este hecho no sería un inconveniente para mí si no perjudicara seriamente mi estabilidad emocional, quiero decir, sí, recuerdo cada detalle de cualquier cosa que lea o vea, pero desde el mismo momento en que entro en contacto con un nuevo tema, este se convierte para mí en un pensamiento recurrente, del cual no puedo descansar hasta profundizar en él, estudiarlo, aclarar mis dudas, comprobar todas mis hipótesis, y solo así puedo estar en paz; para luego, sin previo aviso, pasar por una calle, ver una valla o tomar en mis manos cualquier volante para obsesionarme nuevamente.

Quizá por eso he tomado la determinación de andar día y noche con lentes oscuros. Esta idea me la dio un amigo muy querido, y me sirve, ya que, aunque hay momentos en que me incomodan estas gafas, este mismo hecho me recuerda que no debo poner mi atención en cualquier tontería, es mi forma de salvarme. Pero eso sí, basta olvidar en casa mis lentes de sol un día para desestabilizarme completamente.

Así fue como me enamoré por primera vez. Era yo aún una liceísta ingenua, y mis líos de autoestima puberal se unían a mi condición, resultado: desastre adolescente. Una tarde de vuelta a casa entré al subte, en el vagón me topé con un muchacho (ahh esos ojos, cómo olvidarlos), de esos que cumplen con mi estereotipo; en el trayecto pude hablar con él, de lo que se habla en escasos siete, ocho minutos, pero que bastaron para sembrar en mí aquel sentimiento, esa predicción insalvable que recién empezaba a entender y que significaba que aquel momento no se iría jamás de mi memoria. Sin embargo me arriesgué, dejé pasar mi estación para poder seguir hablando con aquel muchacho, solo para que después de dos o tres paradas él me dijera: “Vale, esta es mi estación, un placer conocerte”.

¿Conocerme? ¡Si ni había preguntado mi nombre! Ahora tenía el recuerdo de su cara metida entre ceja y ceja y seguramente yo sería para él solo la chica con la que se topó en el subte alguna vez.

Y allí estaba yo, una semana después en la misma estación del metro, con la tonta esperanza que volver a encontrármelo; después de 15 minutos de espera lo vi venir haciéndose espacio entre la gente, y detrás de él, aquella chica que luego lo tomó de la mano. Como me costó desengancharme.

Y esa es una de las desventajas de no olvidar nunca nada, por ejemplo.

Ésta condición me la detectaron cuando niña, una vez que en un examen psicológico en el preescolar pensaron que era superdotada porque recordaba los colores, las formas, las letras y hasta sabía leer; pero al hacerme dibujar, mi edad mental era la promedio, y mis facultades artísticas no me hacían digamos, una prodigio. Sin embargo mis padres se quedaron con la incertidumbre, después de todo tener una hija genio siempre es razón de alegría. Tras muchos exámenes, resonancias magnéticas y electroencefalogramas, el neurólogo nos dio una terrible noticia, tenía un tumor adherido al hipotálamo, y eso era lo que hacía que recordara con tanta exactitud:

–       “El tumor es benigno, no hay que preocuparse, recomiendo hacer seguimiento, operar es un gran riesgo para una niña tan pequeña.”

Y así fue como después de aquella noticia tuve mi primera obsesión, que vino seguida de una referencia directa al psiquiatra, un tipo con ojos extraviados que en lugar de escribir un libro sobre “las maravillas de no olvidar nunca nada” o un estudio neuro – psiquiátrico sobre “el recuerdo y los tumores”, se obsesionó con el tema, a tal punto que en cada consulta y hasta hace poco tiempo se emocionaba al verme y me contaba de los avances de sus estudios, de cómo estaba seguro era posible hacer un trasplante de hipotálamo sin que yo sufriera daño cerebral, sustituyéndolo por un moderno micro chip que él mismo había diseñado; tengo la leve sospecha de que aquel psiquiatra albergaba intenciones distintas al simple deseo de ayudarme; naturalmente aquel tipo fue a parar al manicomio.

Desde entonces no he querido saber de ningún médico, mi vida ha sido normal dentro de lo que cabe, soy educadora y me va bien, al menos recuerdo con facilidad el nombre de cada uno de los niños. Pronto cumpliré 27 años y confieso que tengo cierta ansiedad, esa es la edad enigmática en la que murieron varios músicos que admiro como Cobain, Morrison o Hendrix, y aunque no soy una estrella de rock, quizá corra con suerte; ya pasé de los 25 y la sentencia de Andrés Caicedo no se cumplió; y si llego a los 33 estaré igual de nerviosa (sí, son bastantes los temas que me obsesionan, el de las muertes enigmáticas por ejemplo). Morir sin embargo, es un sueño muy dulce comparado con la pesadilla en que a veces se convierte mi vida.

Y creí que había llegado el momento. Hace unos meses comencé a sufrir de unos fuertes dolores de cabeza,  me resistía a la idea de un médico pero mi madre preocupada me obligó; a simple vista parecían migrañas pero era necesario hacer los estudios. Me hicieron los exámenes de rutina y durante una semana debí abstenerme de muchas cosas que me gustan, vino, kétchup, chocolate…fue una semana muy larga; mientras, me empapé del asunto de las migrañas, los factores que influyen, los alimentos desencadenantes, las medicinas más efectivas, y creí saberlo todo, el diagnóstico del neurólogo no iba a sorprenderme.

En el informe de la resonancia magnética se observaban tres diagnósticos:

–        Tumor benigno adherido al hipotálamo.

–        Migrañas en el hemisferio derecho.

–        Calcificación de la glándula pineal.

El doctor se mostraba interesado, a su parecer ningún paciente podría padecer tal condición sin sufrir trastornos graves de la memoria, y al explicarle mis antecedentes, supo que sus presunciones no eran equivocadas.

El tumor no presentaba alteraciones, las migrañas se solventaban tomando algo de Migradoxina, un café bien cargado cada mañana y limitando la ingesta de ciertas comidas. El tercer diagnóstico no pareció preocuparle mucho al doctor, pero a mí sí me inquietaba. Al llegar a casa googleé: “Calcificación de la glándula pineal” apareció: calcio, vejez, Alzheimer.

–       ¿Vejez? ¡Pero si solo tengo 27 años!

Después de una vida de recordarlo todo a la perfección, ahora resultaba que en un futuro sufriría de Alzheimer; y no recordaría ni mi nombre, ni el de los niños, ni las direcciones ni…

Con los días la obsesión con el tema de Alzheimer ya no me preocupaba tanto, fui olvidándome del asunto y ese fue el primer síntoma. En los meses siguientes olvidaba muchas cosas, al principio cosas simples como usar desodorante antes de salir de casa, o las llaves dentro del auto, pero luego fue más fuerte, olvidaba el nombre de algunos niños o mi número telefónico, ya se comenzaba a cumplir lo que tanto deseé.

Durante toda mi vida pensé que no recordar sería la solución, con tanta fuerza lo quise, pero ahora cuando a veces pierdo la noción de donde estoy, o cuando me levanto a media noche sin saber donde me encuentro, el miedo es terrible, no puedo soportarlo.

Resulta que esto del olvido es completamente inconveniente, solo paso por alto cosas prácticas, los recuerdos indeseables siguen estando allí. El neurólogo me ha puesto un tratamiento para la memoria, otro para la oxigenación cerebral, pero es inútil, sigo olvidando las cosas.

Esto de no recordar es intolerable para mí, me hace sentir desdichada, insegura, y aunque el doctor dice que es algo psicológico, desde entonces he entrado en una depresión muy grande, no he podido seguir con mi trabajo; lo único que hago es quedarme en casa y escribir, de vez en cuando salgo a dar un paseo. Esta tarde mientras caminaba, en la acera que aún estaba húmeda encontré unas huellas, decidí también dejar las mías, ya que después de todo sí moriré a los 27.

 

 

 

6 pensamientos en “María de los A. (Coro)

  1. Jose D Castro dice:

    muy buen cuento, saludos.

  2. Anakary dice:

    Los condenados a recordarlo todo, recrean su propio infierno, pasó con Funes el memorioso de Borges, pasa en la vida y pasó con la desmemoriada, que su empecinada negación se tradujo en karma. Saludos.

  3. Ricardo Díaz dice:

    Muy buen relato, María. «Enfermizo» y con toques de rock. Me gustó. Un saludo!

  4. Angélica Alvarado dice:

    ¡Aja María, hiciste tu tarea médica!

    «la extraña “facultad” de no olvidar absolutamente nada» es algo que creo que todos, por lo menos alguna vez, hemos deseado tener. Buen cuento. 😀

  5. Tania dice:

    muchas veces no apreciamos lo que tenemos y añoramos lo que no poseemos, pero irónicamente, cuando por fin tenemos lo que tanto anhelabamos no es ni resulta como nos lo imaginamos. Me encato tu cuento María.

  6. José Zambrano dice:

    Giros y giros… giros de la vida imborrables. Saludos, María.

Deja un comentario