Angélica (Coro)

Angélica A. Alvarado F. 01/05/91. Coriana de nacimiento y de corazón. Amante de la medicina y la naturaleza. Tenista vacacional. Patológicamente olvidadiza. Miembro de la Cátedra libre de literatura Agustín García. También forma parte del Grupo Literario Febrero.

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RETRATO FAMILIAR

Confusión. Personas que, metidas dentro de una caja, hablan demasiado fuerte. Sus ruidos me asustan, lloro. Rumores de esa voz que me calma. Ir y venir, ir y venir. Otra voz más gruesa grita que me calle, lloro más. Los brazos me aprietan contra el cálido pecho, disfruto su olor. De nuevo la otra voz grita, siempre grita, intento saber de dónde viene. Miro, busco, pero me olvido de eso: por donde suelo moverme, va caminando rápido algo pequeño, ¿qué es? ¿A dónde va?
Todo esto en los ojos del bebé que, atraído por el movimiento de la cucaracha, por fin calla y la mira con ganas de masticarla.

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CUESTIONES DEL ALMA

A Carla, Karol, Génesis y Euclides.

 

Hay quienes dicen que únicamente los humanos tienen alma, otros incluso que hay algunos que no la tienen. ¿Y qué hay de los animales, de las plantas? Pocos dudan que un perro, que mira con ojos suplicantes de cariño, no tenga algo dentro de él que lo impulse a ser un fiel amigo. Sin embargo aseguran que una culebra, una simple hormiga, mosca, araña, están huecas de espíritu. Ni hablar de las mudas plantitas que, sin una cara, fea o bonita, para expresarse, son más incomprendidas aún.

Por mi parte, sólo intento ver los murmullos, escuchar los movimientos suaves de las almas que me rodean, sin importar el ser vivo que las contenga.

Cada quien lo percibe como quiere, forma su punto de vista propio. De todas formas, a ciencia cierta, nada se sabe.

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RUIDOS

Las mañanas son frías, no por el aire acondicionado, sino por esos chirridos metálicos que hielan el ánimo. No los confundo nunca con los de las ruedas de las 7:00am que, además de esa hora fija, suenan más profundo porque el carro de la comida es más grande.

Escucho sus rumores a lo lejos, luego cesan y hay llanto, aparecen de nuevo más cerca y otro llora. Así hasta que no sólo los oigo, sino que veo qué los produce. Justo en ese momento comienzan mis lágrimas también. Desesperado ruego a mi madre, pongo mi cara más conmovedora, doy gritos de auxilio. Por la experiencia de estos cinco días, sé que ella no hará nada por evitarlo.

Intento correr, pero mi propia madre es la que me sostiene, mis esfuerzos no valieron de nada. Dejo los métodos pacíficos, no son suficientes para resolver esto. Comienzo a dar puñetazos, mordidas, patadas, golpes de carate, todo lo que se me ocurre. Mamá es fuerte, por nada me suelta. La situación se me escapa de las manos, miro a mis amigos con los que comparto el cuarto, pero no pueden ayudarme, están en su propio intento de fuga.

No hay escapatoria. Cuando el carrito de la enfermera viene al fondo del pasillo sur del cuarto piso y lee mi brazalete “Cama 43. Antonio Ruiz. 4 años”, irremediablemente me pondrá las inyecciones que me tocan.

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SINIESTRO

A Jesús Amalio.

 

Las letras se le pegaron en la cara. Las líneas del papel, enrolladas en su cuello, formaban un nudo terrible. Despertó asfixiado, y vio su cuaderno de cuentos con un manchón de baba. Debió ir a dormir a la cama, debió dejar de forzar los límites de su vigilia y de su imaginación, pensó.

Sin embargo, ya era muy tarde para eso. Rompió las líneas que se ataban a su cuello, eran de simple papel. Pero las letras, las letras recorrieron su rostro y se le metieron por la nariz y por las orejas. Visualizaba una y otra vez las frases, de una historia fofa y sin gracia, de la última página de su cuaderno: habían llegado a su cerebro.

Desde ahí consumieron todo. Un dolor de cabeza bestial apareció de inmediato. Cayó al suelo y ahí quedó: tieso, inerte, sobre un charco -manado de sus oídos- de lo que parecía encéfalo a medio digerir y un revoltijo de letras.